Personas extraordinarias en zonas remotas, para cada infancia
El compromiso de Esperanza, una vacunadora wayuu, ha hecho posible que comunidades remotas y poblaciones vulnerables de la Guajira tengan acceso a vacunas, ayudando a combatir enfermedades prevenibles entre niños, niñas y adolescentes.
Gracias a una alianza de colaboración entre La Organización Panamericana de la Salud (OPS), el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) y el Gobierno de Canadá, la iniciativa CanGive ha logrado incrementar el acceso a las vacunas en Colombia, entre poblaciones vulnerables en áreas remotas, donde se requieren esfuerzos adicionales de inmunización.
En La Guajira, uno de los departamentos más pobres de Colombia, donde el 96% de la población es indígena wayuu, Esperanza Palmar, una auxiliar de enfermería y vacunadora de 37 años, ha afrontado con valentía el rechazo inicial a su trabajo desde la pandemia y con paciencia y pedagogía ha desmentido los mitos y miedos de su pueblo indígena y los ha convencido de vacunarse. Esta es su historia:
Después de una larga jornada de trabajo, la noche llega y Esperanza, quien tiene dos hijos y una familia, está lista para dormir en la colorida hamaca que colgó en el patio exterior del Centro de Salud Paraíso, su lugar de trabajo, que también es su hogar durante los días de semana.
Teniendo que lidiar con la muerte de su padre, a causa del covid-19, esta líder y comprometida trabajadora se mantiene firme en su decisión y convicción de trabajar por los niños, niñas y adolescentes de la Guajira, un departamento donde el 88% de la población rural no tiene sus necesidades básicas satisfechas; escasea el agua, la energía llega por horas, la alimentación incluye poca o ninguna proteína, y la región siempre ocupa en las estadísticas oficiales los primeros lugares en mortalidad de niños y niñas menores de cinco años por desnutrición, enfermedades respiratorias agudas y enfermedades diarreicas agudas.
A pesar de vivir en un panorama tan retador y preocupante, Esperanza se levanta día a día buscando salvar la vida de menores de edad, mujeres embarazadas y de adultos, mediante la administración y aplicación de vacunas.
Esperanza Palmar, una vacunadora con más de 5 años de trayectoria y un rol destacado durante la pandemia, comparte su experiencia en una entrevista realizada en su hogar, ubicado en la comunidad de Yorijaru en el pueblo de Nazareth, en el departamento de La Guajira, en el extremo norte de Colombia.
Luego de descansar durante la noche en la hamaca del patio del centro de salud, al día siguiente sale de nuevo en una moto, cargada de una mochila y un termo lleno de vacunas que permite conservar el frío en medio de temperaturas que sobrepasan los 30 grados centígrados y otros insumos como jeringas, algodón, alcohol y guantes.
Es un servicio a domicilio de vacunación, el único método que permite garantizar que la población acceda a las vacunas en esta región, donde el 95 % de los habitantes viven dispersos a lo largo de toda la zona rural. Para la gran mayoría el transporte es un calvario porque deben caminar largos trechos o pagar por transportarse en una moto a un precio muy alto que pocos pueden pagar. Por ello mismo su rol es clave, destacan sus compañeros de trabajo y las autoridades de la salud.
“Muchas veces los pacientes no tienen cómo venir, entonces se les complica. Por eso es que ella va de casa en casa a hacer sus atenciones y mirar qué niño falta por vacunarse”, dice Kendy Durán, médica encargada del Centro de Salud Paraíso. La doctora resalta que Esperanza “está muy pendiente de sus usuarios”.
Esperanza Palmar descansa en la hamaca que usa como cama durante la semana en el patio exterior del Centro de Salud Paraíso. Ese es su lugar de trabajo durante el día y su dormitorio al aire libre en la noche.
En la localidad de Bahía Honda, donde está el Centro de Salud Paraíso, Esperanza está a cargo de casi 100 comunidades desde hace más de seis años, con cinco (5) casas cada una y más de 500 personas en total, donde gracias al trato cercano y de confianza parecen una familia ampliada. Ella se sabe de memoria dónde queda cada casa y los nombres de sus pacientes, con quienes solo habla en wayuunaiki, la lengua wayuu.
El sacrificio personal y familiar.
“Ser vacunadora no lo decidí, sino que fue una oportunidad para mí desde un principio. Con los años de experiencia que tengo me siento feliz y me gusta mucho trabajar en vacunación, aunque es de mucho sacrificio”, dijo Esperanza, quien no pudo terminar sus estudios para ser docente y luego se formó como auxiliar de enfermería.
Los caminos en la zona donde trabaja Esperanza en época de verano son desérticos, irregulares y serpenteantes: hay un sol intenso, brisa fuerte, tierra y cactus a lo largo de todo
el trayecto. En invierno, todo cambia. El tiempo de los trayectos se duplica o triplica por los arroyos crecidos por donde antes pasaban caminos secos y el barro hace más difícil la movilización.
Tener a su familia lejos, a dos horas en moto en verano y a ocho horas en invierno, es un desafío adicional. Cada lunes, Esperanza sale de su casa en la comunidad de Yorijarú, en la localidad de Nazareth. Ahí viven su hija Danna (8), su hijo Alejandro (12), su madre Fidelia Barroso (69), su hermana, otras dos adolescentes que ha criado como sus hijas y dos sobrinas. Se siente responsable de esas ocho personas a las que ama y extraña mientras trabaja. Desde hace dos años está casada con Víctor Hugo Ipuana, quien también es vacunador y promotor de salud.
“Ella es el pilar de esta familia. Es la que se preocupa por todo, la necesidad de la casa, el sustento. Es líder de su comunidad y de su hogar, también. Es la persona que enfrenta todo aquí, que da todo, que organiza”, afirma su esposo Víctor Hugo.
Esperanza Palmar viaja junto a su pareja Víctor por caminos con cactus que los llevan a las comunidades apartadas de la Alta Guajira, al norte de Colombia, donde ella vacuna a las personas en sus casas.
Esperanza Palmar, ayuda a hacer las tareas del colegio a su hija y una sobrina que viven con ella, ante la mirada de su madre Fidelia. La escena es en su casa en la comunidad de Yorijaru en el pueblo de Nazareth, departamento de La Guajira, en el extremo norte de Colombia.
Convencer desde la confianza.
Durante la pandemia el trabajo de Esperanza fue más intenso. No solo tenía que visitar casa por casa –su trabajo habitual–, sino volver una y otra vez para explicarles a otros wayuu como ella, la importancia de la vacuna contra el covid-19 y derribar los mitos y miedos que la población tenía ante algo desconocido que asustaba a toda la comunidad. También pensaban que les inocularían el virus provocándoles la muerte o que era mejor tratar cualquier mal con su medicina ancestral, sin necesidad de vacunarse.
El escenario no era fácil, requería persistencia, diálogo constante, y pedagogía, esa vocación que lleva Esperanza desde muy joven. A las dificultades, se sumó el llevar a cuestas la inesperada muerte por covid-19 de su padre, José del Carmen Palmar, de 72 años. “La muerte de mi papá fue lo más duro para mí”, dijo Esperanza entre lágrimas. Esa pérdida también la motivó a reforzar su rol de servicio y así lo hizo. Calcula que hoy el 95 % de las comunidades a su cargo están vacunadas.
Esperanza Palmar vacuna al hijo de Ana Felicia Pausayou en las afueras de su casa en la comunidad de Marilou. El niño tiene 9 meses. Gracias a que es una persona local y wayuu, pudo establecer una conexión significativa con la población indígena, que mostraba reservas respecto a la vacunación.
Celmira Dávila, coordinadora del programa de vacunación en el Hospital Nazareth, el centro de salud más grande de la zona, destaca que Esperanza “desarrolló un papel fundamental desde el momento de crisis del covid, hasta el día de hoy”.
Parte de la estrategia de la vacunadora fue convencer a las autoridades tradicionales de las comunidades sobre la importancia de la vacuna anti covid-19. El líder de la comunidad Puinaliru, Rafito Palmar, recuerda cómo la confianza en Esperanza, ganada con años de trabajo, y la cercanía a la comunidad fueron la puerta de entrada para la vacunación.
Rafito Palmar es líder de la comunidad de Puinaliru. Rafito fue de las primeras personas que Esperanza pudo convencer para vacunarse contra el covid-19 y cómo líder de la comunidad dio el ejemplo para que el resto aceptara vacunarse.
“La mayor parte de la población de la comunidad se negaba a la vacunación. Entonces, yo como autoridad, pedí a Esperanza que me vacunara como ejemplo para ver qué reacción me daba”, relató Rafito, de 86 años, que, aunque tenga el mismo apellido, no es familiar de Esperanza. Luego de su inoculación, el resto de su comunidad perdió el miedo.
En la comunidad Uraichikiru, Esperanza logró similarmente convencer a Marlene Montiel, una docente de 32 años con cierta influencia sobre el resto de la comunidad. Ella estaba reticente a vacunarse. Esperanza llegó dos veces hasta su casa y las dos veces se negó a la vacuna. La tercera fue la vencida. “Ella buscaba muchas estrategias”, dijo Marlene.
Su trabajo pospandemia.
Pasada la pandemia, Esperanza sigue yendo de casa en casa a realizar su habitual labor. Una mañana de mayo de 2023, llegó nuevamente a la vivienda de Marlene, esta vez para vacunar a Mauyileth, su tercera y última hija de un (1) año y medio. En wayuunaiki, Esperanza le pidió el carnet de vacunación de la niña, la revisó, le explicó lo que haría, y enseguida le aplicó una tras otra las vacunas que le correspondían: polio, fiebre amarilla y DPT (difteria, tétanos y tos ferina). También sigue pendiente de las mujeres embarazadas que están próximas a dar a luz, para vacunar inmediatamente a los recién nacidos, que a veces nacen en el centro de salud y otras, en sus casas.
Esperanza Palmar, Tatiana Palacios, referente territorial de UNICEF y Kendy Durán, médica encargada del Centro de Salud Paraíso. El trabajo de Esperanza en Paraíso la obliga a estar lejos de su casa y su familia, pero la reconforta poder ayudar a otras personas. “Lo que más me gusta es salir a campo”.
Tatiana Palacios, referente territorial de UNICEF, explicó que esa organización tiene un convenio con el hospital local para prestar servicios de atención primaria en salud ambulatoria para población migrante proveniente de Venezuela (país con el que La Guajira limita) y población indígena colombiana que no está asegurada en el sistema de salud y tiene dificultades de acceso a los servicios de atención primaria en el territorio. Se los asiste en controles de crecimiento y desarrollo de niños y niñas, así como en controles prenatales para gestantes.
Además, existen otros convenios que han permitido contratar personal para aumentar la cobertura de vacunación en la población en general, contar con equipos para garantizar la cadena de frío de las vacunas, entregar tratamientos de malnutrición a menores con desnutrición aguda y de micronutrientes, y aumentar las consultas médicas de su población objetivo. En ese sentido el trabajo de personas como Esperanza “es importante y es clave para UNICEF porque es lo que permite visibilizar qué está pasando en el territorio”, explicó Tatiana Palacios.
Esperanza es tan buena en su labor que lo reconocen sus colegas, sus jefes, sus pacientes, los líderes indígenas a los que debió convencer. Ella está orgullosa de su trabajo y no tiene timidez en contar, cómo cada mes, ocupa entre el primer y segundo lugar de quienes más dosis aplica, pese a las condiciones adversas de su territorio. En abril de 2023 aplicó 700 dosis, muy cerca de su récord de 740 en un mes. “Mi sueño es ver a toda la población vacunada e inmunizada frente a todas las enfermedades que hay”, dijo Esperanza. Hay un sentimiento que a ella también la hace verse poderosa: “Siento que salvo vidas”.
Esperanza Palmar explica a la comunidad los pasos a seguir durante la vacunación en el Centro de Salud Paraíso. Unicef y el Ministerio de Salud de Colombia unieron fuerzas para hacer frente a la pandemia del covid-19. Mediante campañas de pedagogía y vacunación, trabajaron en conjunto para garantizar una vacunación amplia y contar con personal capacitado, programas de atención médica y provisión de equipos necesarios.