Las vacunas representan el ‘Jauapo’ para los niños y niñas de Vichada
A través de las jornadas de vacunación, UNICEF Colombia apoya la inmunización de niños y niñas en territorios rurales y asentamientos humanos.
Jauapo significa bienestar en la lengua sikuani, cuenta Leidy Pulido, vacunadora y madre de un adolescente de 17 años. A diario, Leidy y tres colegas salen temprano con sus uniformes de vacunadoras desde Puerto Carreño a diferentes asentamientos cercanos a esta capital. Concentradas, contabilizan los paquetes de a cinco dosis por cada vacuna en el hospital, buscando incluir “el esquema completo”. Salen del hospital, se acomodan en sus motos sosteniendo las neveras portátiles como quien transporta un tesoro. No se equivocan con estos cuidados, pues con su labor están salvando vidas de niños y niñas indígenas y migrantes que, de otra forma, no accederían a las vacunas en las zonas periurbanas donde no hay centros de salud cercanos.
Leidy es Piaroa, pertenece a otra de las 11 etnias indígenas de este lugar del Orinoco, pero también entiende la lengua de los sikuani. Lleva cuatro años trabajando con el Hospital E.S.E San Juan de Dios de Puerto Carreño, la capital. Desde allí hasta los asentamientos pueden transcurrir 30 minutos en moto o carro. Ni ella ni ninguna de las vacunadoras parece incomodarse con el sol ni con las temperaturas que, desde las siete de la mañana, alcanzan los 32 grados, anunciando con naturalidad que el día sobrepasará los 40 grados celsius y calentará con fuerza las piedras de aspecto prehistórico que rodean el asentamiento humano al que se dirigen.
Leidy aprendió a vacunar desde casa, pues su padre también era vacunador. Ser de una comunidad indígena le agregó siempre una urgencia a la labor que estaba aprendiendo: “me gusta traer las vacunas. Para ellos es muy difícil ir hasta el hospital”, comenta. Detrás de las motos viene un camión blanco: la Unidad móvil del hospital, apoyada por UNICEF, y el financiamiento de la Unión Europea (ECHO), que realiza jornadas de salud en los asentamientos periurbanos del departamento de Vichada, uno de los territorios con los índices más bajos de vacunación en Colombia.
Hoy es el turno para el asentamiento Cerro Bita, donde el aire se llena con la voz de Rafael convocando a la comunidad con un megáfono para que asista a la brigada. Lo baja unos segundos para asentir a lo que uno de los gestores comunitarios cuenta sobre él: sí, es verdad que tiene 14 nietos. Avanza a pie sosteniendo este amplificador por entre las pequeñas casas y cambuches, saludando a la unidad móvil y las vacunadoras, empoderado de su labor, hablando en sikuani y después en español, “para que todos me entiendan, porque la idea es que vengan y vacunen a los niños”, dice orgulloso.
Optimista y sin mostrar el cansancio de recorrer todas las casas, Rafael, el líder de esta comunidad, cuenta que tiene 54 años, y que hace cinco se estableció con su familia y otras personas en este asentamiento. De acuerdo con los buscadores de Internet, algunas zonas del Cerro Bita son ideales para hacer senderismo y otras actividades turísticas, pero para las 140 familias que lo habitan el escenario no es precisamente un paraíso. Acá conviven al menos 600 personas, muchas desplazadas por el conflicto armado.
En su mayoría son indígenas sikuani y amorua y algunos simplemente se identifican como migrantes venezolanos, pues, de hecho, parte de estas etnias binacionales se encuentran en dicho país, movilizándose entre Colombia y Venezuela. Normalmente, las familias trabajan en la zona urbana haciendo oficios varios o viven de vender lo que logren sembrar. Pero no es suficiente y, en algunos hogares, consiguen menos de 10.000 pesos colombianos al día (menos de 3 dólares), lo que muchas veces no asegura la comida diaria. Hoy Rafael logró una buena convocatoria y hay al menos 20 madres con niños y niñas de diferentes edades esperando frente a la Unidad móvil.
Esmeralda es sikuani. Tiene 19 años y llegó de Venezuela hace cuatro días. Migrar hace parte de los muchos cambios en su vida: hace apenas ocho meses nació su primera hija, Harleth. Atendiendo al llamado de Rafael, Esmeralda se formó en fila frente a la unidad móvil. Harleth juega despreocupada mientras su mamá la levanta en el aire.
Es posible que su sosiego se deba a que su mamá le transmite calma. La misma que parecen compartir muchas de las madres que traen a sus hijos e hijas, casi todos menores de cinco años, para su vacunación y chequeo médico. Acceder a estas vacunas sin tener que salir del asentamiento les representa un ahorro en tiempo y dinero, pero es, sobre todo, una ‘dosis’ de tranquilidad.
Esta vez, Harleth vuelve a casa con una vacuna de neumococo, lo que representa una preocupación menos para Esmeralda, quien llegó a Colombia cuando la comida comenzó a escasearle en Venezuela. La vacuna es rápida y Harleth a duras penas se incomoda, gracias a la habilidad de Leidy. Esmeralda cuenta que ahora busca un trabajo para poderle dar un sustento a su hija: “voy a mirar qué sale, pero por ahora me toca cuidarla a ella”.
Al igual que con Harleth, diariamente la unidad atiende entre 15 y 20 niños y niñas, casi todos menores de cinco años, aunque ocasionalmente encuentran uno que otro adolescente sin el esquema de vacunación completo. “Y sin vacunas no hay jiká”, comentan entre madres mientras se abanican con las carpetas donde traen documentos y registros de nacimiento de los niños y niñas. Jiká significa salud, y es parte de los mensajes que se llevan las familias luego de venir a las jornadas, pues mientras esperan su turno reciben mensajes con apoyo de un gestor comunitario, Carlos, un amorúa que les habla con una mezcla de serenidad y seriedad sobre lactancia materna, señales de desnutrición y, sobre todo, de la importancia de la vacunación.
Otra madre que espera es Odaly. En un brazo sostiene a Yissel, de once meses, y con el brazo que le queda libre toma la pequeña mano de Luis Carlos, de tres años. Es madre de cuatro. “Si esta unidad no viniera tendría que caminar dos horas hasta el hospital, porque claro, el niño camina despacio”, cuenta. Luis Carlos la mira de vuelta, sabe que Odaly habla de él. Pero en este momento tiene más interés en irse a jugar con los demás niños y niñas, que se divierten corriendo entre el espacio de espera y la unidad. Yissel duerme tranquila luego de su vacuna.
A las tres de la tarde cierra la jornada. Los niños y niñas volvieron a su alborozo después de las vacunas y chequeos, juegan con un perro, se hacen bromas, son niños. Muchas madres como Esmeralda y Odaly regresan a sus casas. Leidy y sus colegas recogen los implementos que atesoraron de principio a fin, revisan que sus “sábanas”, -los extensos pliegos de datos que recolectan a diario- estén completos y regresan a Puerto Carreño. En sus caras se ve el cansancio, pero también satisfacción. Seguirán viniendo a este y otros asentamientos, con la esperanza de traer más ‘jauapo’.
En octubre de 2023, la Procuraduría llamó la atención por la baja en los índices de vacunación en el país: de una población estimada de 693.887 niños y niñas menores de cinco años, solo el 73% cuenta con la vacuna DPT, que protege contra enfermedades como la difteria, tos ferina y tétano. Dicho de otra forma, todavía más de 200.000 niños y niñas se encuentran en riesgo de contraer estas enfermedades. Los índices de otras vacunas y para otros grupos etarios por debajo de los cinco años no eran más alentadores, y ninguno superaba el 77%.
Durante 2023, 49.758 niños, niñas y 9.658 adolescentes accedieron a vacunas en centros de salud en 49 municipios de Colombia con el apoyo de UNICEF. De igual manera, se mejoraron los sistemas de cadena de frío en centros de vacunación remotos para llegar a 114.307 niños y niñas con vacunas extramurales fuera de centros de salud.
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